sábado, 19 de febrero de 2011

Libro IV, Capítulo 130 (2 de 10)

Pero la maldad de la doncella tuvo su merecido castigo. La mujer prendose de uno de los caballeros que retenía, un hermoso y valiente joven de veinticuatro años natural de Creta. La doncella, perdidamente enamorada, lo hizo Señor de la isla y de su persona. Durante un tiempo disfrutaron de su relación: ella por el amor, él por los beneficios materiales y el lujo que ella le proporcionaba más que por el disfrute de la doncella que era más bien fea. Con el paso del tiempo, el cretense comenzó a aburrirse de vivir en tan apartada isla y le vinieron deseos de abandonarla. Para conseguir que la doncella le liberara del encantamiento que lo mantenía prisionero, comenzó a mostrarse cada vez más enamorado y apasionado. Así ella creería que no eran necesarios más embrujos que lo mantuvieran a su lado. Tanto porfió y tan bien hizo el engaño que convenció a la doncella de la intensidad y verdad de su amor. Ella le liberó del yugo mágico. Una tarde, cuando visitaban una alta peña en su habitual paseo romántico, el caballero empujó a la doncella que se precipitó al abismo y murió despeñada. Luego, el caballero arrambló con cuanto pudo llevarse y partió de vuelta a Creta. Los moradores de la isla también la abandonaron y ésta  quedó desierta. El cretense, sin embargo, no pudo llevarse un tesoro por estar encantado. El tesoro quedó escondido en una cámara secreta. Desde entonces muchos han querido entrar en ella y apoderarse del tesoro, pero nadie lo ha conseguido. La cámara está cerrada con herméticas puertas. Sobre ellas, en letras rojas como sangre, puede leerse que las puertas se  abrirán si alguien es capaz de sacar una espada que está clavada hasta la empuñadura en esa puerta.

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