martes, 26 de octubre de 2010

Libro IV, Capítulo 116 (3 de 4)

Los hombres del rey arábigo se apartan un poco de los muros de la villa para evitar el fuego de arcos y ballestas. Apresan a Arbán y a Grumedán. Los llevan ante su rey. Arcaláus los quiere matar pero Arábigo no lo permite. El ejército de Lisuarte ha quedado desbaratado y vencido. La mayor parte de sus caballeros están o muertos o prisioneros. Él mismo está, acompañado de unos pocos, sitiado en una pequeña villa de débiles defensas. Hasta aquí le había conducido el haber prestado oído a las insidias de Brocadán y Gandandel que le enemistaron con Amadís. ¿Y ahora? ¿Serán Brocadán, Gandandel o alguien de su linaje quienes le socorran? No, por cierto. Si dependiera del auxilio de esos envidiosos, Barsiñán obtendría una cumplida venganza por la muerte de su padre y el rey Arábigo y Arcaláus, una gran victoria que les resarciría de la derrota de la batalla de los Siete Reyes. Por suerte para Lisuarte, el auxilio vendrá por parte de Amadís que, olvidando la injusta ingratitud de Lisuarte y pensando solo en realizar actos nobles y virtuosos, acude en rescate de este rey vencido y sitiado, en peligro de muerte y con su reino al borde del caos.
Con Luvania sitiada, el rey Arábigo se reune con sus consejeros y capitanes. Tiene dos opciones: atacar la villa de inmediato para no dar tiempo a establecer mejores defensas o permitir que sus hombres recuperen fuerzas con el descanso nocturno y retrasar el ataque al día siguiente. Solo quedan dos horas de luz. El rey Arábigo decide iniciar el ataque de inmedio, antes de que caiga la noche. Si no consiguen entrar antes del fin del día, continuarán a la mañana siguiente. Él mismo con Arcaláus y el rey de la Profunda Ínsula atacarán por un lado. Barsiñán y el Duque de Bristoya, por el otro. Todos los hombres del rey Arabigo se van colocando en sus posiciones. Las trompetas darán la señal de inicio para el asalto a Luvania.

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